Siguieron
avanzando, sorteando las grandes rocas, hasta llegar a la cueva. Era
una cavidad a la que se entraba por un agujero en forma de V
invertida. Había que agacharse un poco para poder pasar. Una vez
dentro, se abrían varios espacios y salas que se adentraban en el
interior de la montaña.
-
Bien. Aquí acamparemos. Lo primero y más importante es conseguir leña para encender el fuego. El agua no será problema: dentro de la cueva hay un arroyo subterráneo del que podremos beber. En cuanto a la comida, yo me encargaré de poner unas trampas en los alrededores para intentar cazar algunas ardillas y conejos. Estaremos aquí no más de cinco días. Tú ve a por leña. Del resto me encargo yo ¡En marcha!
Pérlav
se puso manos a la obra. Estuvo recogiendo ramitas secas y troncos
más gordos alrededor del campamento. Por su parte, Admir se
adentró en el bosque para preparar
siete
trampas de aplastamiento. Un viejo leñador le había enseñado cómo
montarlas: primero había que buscar una gran piedra plana y pesada.
Luego había que ponerla en equilibrio sobre un palito fino al
cuál había que enganchar
una
nuez, bellota o avellana.
La
idea era que la presa, atraída por los frutos secos, se metiese
debajo de la piedra; y que al mordisquearlos hiciese caer sobre sí
la roca, muriendo en el acto.
Esta actividad le llevó un buen rato; justo
hasta que se puso el sol. Cuando los últimos rayos se escondían
detrás de las montañas, Admir regresó a la cueva. Allí pudo
comprobar que Pérlav no había perdido el tiempo: una gran hoguera
chisporroteaba a la entrada de la cueva. Cerca, pero lo
suficientemente lejos para no arder por accidente, había un buen
montón de leña preparada para alimentar la lumbre. Pérlav también
había preparado dos camas con ramas frescas de haya. Sus hojas
verdes y tiernas serían un colchón ideal para pasar la noche.
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